Los Rose (2025) tiene una complicada misión. Superar a la recordada La guerra de los Rose de 1989, la primera adaptación del libro homónimo de Warren Adler publicado en 1981. Y lo logra, gracias a que el director Jay Roach retoma el mismo argumento y lo reformula a través de la química entre sus protagonistas. Benedict Cumberbatch y Olivia Colman, como Theo e Ivy, se lanzan frases punzantes que funcionan como un duelo constante.
Uno, en el que el sarcasmo, se convierte en motor de atracción y al mismo tiempo de destrucción. De modo que el odio creciente entre una pareja que comienza por estar profundamente enamorada, no resulta artificioso. Más bien, es una consecuencia casi natural a la antipatía mutua.
Esa tensión es lo que evita que Los Rose se hunda en un exceso de comedia amarga. En particular, en sus momentos más incómodos y retorcidos. Lo interesante es cómo Roach trabaja el ritmo de discusiones. No son simples peleas, sino un espectáculo de precisión, en el que cada respuesta busca superar la anterior. Ese juego verbal, con humor negro incluido, sostiene el tono de un relato que se mueve entre lo salvaje y lo corrosivo. Aunque mayormente rinde homenaje a La guerra de los Rose, la propuesta de Roach no intenta imitar a la producción de Danny DeVito. Al contrario, intenta llevar su premisa a otro tiempo y con matices distintos.
Del amor al odio hay solo un comentario

La versión original tenía un aire más físico y visceral. Eso, mayormente, gracias a que Michael Douglas y Kathleen Turner exploraron en una sensualidad tenebrosa en medio de su guerra doméstica. Aquí, la batalla se inclina más hacia las palabras y a un humor con filo británico, lo cual marca la diferencia. Además, el guion de Tony McNamara introduce tensiones que reflejan dilemas actuales. De las carreras profesionales que se cruzan, ambiciones frustradas, desigualdades de género que se hacen más visibles cuando la balanza del éxito cambia de manos. No se trata solo de una pareja que se odia. En realidad, es mucho más un retrato de cómo las dinámicas de poder en el matrimonio se transforman en armas de destrucción mutua.
La historia comienza con una escena de terapia de pareja que define el tono. Una lista de cosas positivas que, en lugar de unir, expone el veneno que los protagonistas arrastran. Es un arranque ingenioso porque plantea desde el primer momento que el odio puede disfrazarse de broma compartida. El contraste entre el sarcasmo británico de ellos y la incomodidad de la terapeuta estadounidense funciona como chiste cultural. Pero también como diagnóstico: esa ironía es lo que ha sostenido su relación durante años.
Una historia de amor que termina en veneno

Los Rose aprovecha esa idea para retroceder en el tiempo y mostrar el primer encuentro en Londres, en un restaurante. Un romance tan rápido que mezcla erotismo y comida. Desde allí se construye la ilusión de una pareja sólida que, con el paso de la década y dos hijos, se convierte en un campo de batalla lleno de rencores. Por lo que el guion no tarda en marcar el punto de quiebre. Theo alcanza un éxito profesional con el diseño de un museo, pero un accidente inesperado destruye la obra antes de su inauguración.
La humillación pública, amplificada por videos virales, lo deja sin trabajo de un día para otro. En paralelo, Ivy ve cómo sus aspiraciones culinarias despegan gracias a la casualidad de que su restaurante es descubierto por un crítico atrapado en una tormenta. Ese contraste — un hombre derrumbado frente a una mujer que crece profesionalmente — desata el verdadero conflicto. Theo no sabe asumir un rol secundario en la pareja, mientras que Ivy disfruta de un lugar que nunca había tenido. La narración convierte ese desequilibrio en motor dramático. Por lo que plantea cómo las expectativas de género siguen marcando la manera en que se mide el éxito dentro de un matrimonio.
Dolor, risa, furia en ‘Los Rose’

Conforme la fortuna de Ivy crece, Theo se sumerge en un espiral de frustración que lo lleva a imponer disciplina extrema a los hijos. Este detalle resulta inquietante porque muestra cómo la humillación personal se traduce en control sobre la familia. Al mismo tiempo, la película explora cómo el éxito femenino altera la estructura doméstica. La chef no solo obtiene reconocimiento, sino que financia un proyecto arquitectónico para su esposo, intentando salvar su autoestima.
El resultado, sin embargo, es más combustible para el enfrentamiento. La casa que debía ser símbolo de unión se convierte en escenario de rivalidad, un espacio donde cada rincón refleja tensiones acumuladas. La ironía es que el entorno visual — fotografiado con encanto turístico en exteriores soleados — choca con el veneno de las escenas íntimas. Algo que se hace más evidente en el contraste entre apariencia de felicidad y realidad de hostilidad.
Un final doloroso para ‘Los Rose’

Claro está, lo que sostiene una propuesta con tantos cambios de tono y ritmo, es la química demoledora de Cumberbatch y Colman. Ambos consiguen transmitir al mismo tiempo odio, atracción y una compatibilidad innegable, incluso en medio de las peores peleas. Ese equilibrio hace que la película funcione como comedia negra: no se trata solo de destrucción, sino de observar cómo el amor puede volverse indistinguible del rencor.
A diferencia de la versión de DeVito, aquí la ferocidad recae más en el personaje femenino, algo que le da frescura al relato. El guion de McNamara, con su mordacidad característica, se adapta mejor al ritmo británico que al estadounidense, y aunque a veces se contiene demasiado, logra sostener un nivel de ingenio verbal que evita la monotonía. Los Rose termina siendo un retrato ácido sobre cómo la intimidad se convierte en guerra, y sobre cómo la comedia puede nacer del odio compartido.