El último samurái en pie, el más reciente drama histórico de Netflix, es un intento ambicioso por resucitar el espíritu del Japón feudal dentro del molde del entretenimiento contemporáneo. Dirigida y protagonizada por Junichi Okada, la serie es un híbrido peculiar entre la ficción basada en la historia y el espectáculo de supervivencia moderno. Su premisa no se anda con sutilezas. Casi trescientos samuráis de todo el país se enfrentan en una competición letal que promete dinero, redención o una muerte decorosa. Ambientada hacia 1878, cuando la era Meiji ya había arrinconado el código samurái al borde de la extinción, la historia plantea un mundo donde el honor y la tradición se venden al mejor postor. Algo que le lleva a luchar en un terreno peligroso y de competencia implacable.
El protagonista, Shujiro Saga (Junichi Okada), es un antiguo guerrero convertido en una sombra de sí mismo. Vive entre el duelo por su hija y la enfermedad de su esposa (Riho Yoshioka), en un Japón que lo ha dejado atrás. Su vida cambia cuando escucha sobre el Kodoku, una competencia clandestina que transforma la violencia ritual en entretenimiento. Los jugadores llevan colgadas etiquetas de madera; perderlas equivale a morir. El recorrido desde Kioto hasta Tokio funciona como una odisea hacia la nada, donde la espada ya no defiende ideales, sino puntos. Okada, que también produce, construye a un héroe sin mitología, un hombre que participa por desesperación y no por gloria, reflejo amargo de una era que devora a sus propios símbolos.
La estructura de la serie combina acción frenética con momentos de introspección. Cada participante del torneo encarna un arquetipo que se descompone poco a poco. Futaba (Yumia Fujisaki), la joven inexperta que busca salvar a su familia. Al otro lado, Iroha (Kaya Kiyohara), una guerrera disciplinada que enfrenta prejuicios de género. Por último, Kyojin (Masahiro Higashide), el ninja encantador que ve en la violencia una forma de arte.
Un villano retorcido para la ocasión

A ellos se suma Bukotsu (Hideaki Ito), una bestia humana movida únicamente por la sangre. Lo interesante es que El último samurái en pie intenta no caer en el binomio de héroes y villanos. En realidad, el guion de Michihito Fujii, se asegura de otorgarles humanidad sin convertirlos en mártires. Ninguno de ellos es completamente inocente; todos son productos de una nación que cambió de piel demasiado rápido.
El maestro de ceremonias del caos es el anfitrión del juego, interpretado por Ninomiya Kazunari. Su sonrisa falsa y su tono calculado funcionan como un eco contemporáneo del entretenimiento digital: la violencia envuelta en espectáculo. Mientras los guerreros se destripan por el camino, un grupo de aristócratas observa y apuesta desde la distancia, un guiño nada sutil al capitalismo de las plataformas. Nadie se libra del juicio de cámara. Los nobles son tan sádicos como los guerreros desesperados. Incluso el público, aunque no participe, también forma parte del ritual.

Visualmente, El último samurái en pie deslumbra. Fujii aprovecha cada paisaje —templos, campos en ruinas, aldeas abandonadas— para crear un Japón que se siente más onírico que histórico. Las secuencias de combate están filmadas con precisión quirúrgica: movimientos de cámara veloces, sangre estilizada, coreografías limpias que recuerdan al anime de acción adulta. Cada enfrentamiento tiene una identidad estética distinta: un duelo entre lluvia y barro, otro bajo linternas temblorosas, otro en un bosque rojo. Esta atención al detalle compensa los ocasionales tropezones narrativos y la tendencia de Netflix a inflar la duración de cada episodio.
El componente histórico no se usa como simple decorado. La serie subraya la caída del orden samurái ante la modernidad occidental, pero lo hace desde un prisma de ironía. Los guerreros que antes servían a un shogun ahora sirven al algoritmo del entretenimiento. La violencia ritual del pasado es reemplazada por la violencia como producto, como espectáculo en serie. Por lo que El último samurái en pie se siente menos un drama de época y más una sátira sobre nuestra fascinación por ver morir a otros —solo que ahora lo hacemos en 4K.
Entretenimiento de calidad para los amantes de la historia

Pese a su tono sombrío, la producción tiene momentos de humor negro que alivian la tensión. Algunos diálogos rozan la autoparodia, como si los personajes supieran que están atrapados en un espectáculo para el consumo global. Y es precisamente ahí donde la serie brilla: entre la épica y la burla, entre el respeto por la tradición y la burla a su propia solemnidad.
Al final, cuando solo quedan unos pocos guerreros con vida, la pregunta inevitable que plantea la producción, es si el honor todavía importa o si solo cuenta sobrevivir lo suficiente para aparecer en el próximo tráiler. El último samurái en pie peca de tradicional y algunos puntos se vuelve en extremo predecible. Pero también, es lo suficientemente hábil, para mostrar las posibilidades de plantear conflictos modernos en escenarios atemporales. Uno de los puntos más altos de esta poco convencional visión sobre Japón.

