El caso Eloá: Un secuestro en directo, el nuevo true crime de Netflix, toca un punto controvertido y polémico de manera casi siniestra. Eso, al explorar en todo lo ocurrido durante el secuestro y asesinato de la adolescente de quince años Eloá Cristina Pereira Pimentel. Dirigido por Cris Ghattas, la producción revive el suceso que paralizó a Brasil en 2008 y lo mira con una mezcla de repulsión y vergüenza histórica. En el centro de la historia está la víctima, cuya tragedia se recupera por archivos y reconstrucciones documentales. Lo que permite a la docuserie indagar en la morbosa travesía que la convirtió en protagonista involuntaria del espectáculo más violento y macabro que haya emitido la televisión brasileña.
El caso comienza siguiendo los eventos de manera cronológica. El 13 de octubre de 2008, Eloá se encontraba junto a su amiga Nayara Rodrigues (ambas de 15 años) y dos compañeros, Iago Vilera y Victor Campos, en el departamento de sus padres en Santo André (São Paulo). Fue entonces cuando su exnovio Lindemberg Alves (22 años), irrumpió armado en la vivienda, incapaz de aceptar el final de la relación. En medio de lo que parece un colapso mental, liberó a los dos chicos, pero mantuvo secuestradas a las adolescentes.
Lo siguiente que ocurrió se considera uno de los momentos más oprobiosos y confusos de la historia reciente de Brasil. Eso, debido a que lo que debió ser un operativo discreto, se transformó en una transmisión masiva. Durante las siguientes cien horas, la cobertura de los medios se esforzó por mostrar minuto a minuto todo lo que ocurría mientras la policía se esforzaba por intentar liberar a la joven. Por lo que pronto la competencia por la primicia y las diversas faltas de ética periodísticas, se convirtieron en una segunda —y vergonzosa— lectura del proceso.
El periodismo convertido en un macabro reality show

El caso Eloá: Un secuestro en directo evita el tono sensacionalista para concentrarse en la maquinaria mediática que convirtió un crimen de pareja en un show nacional. Es incómodo, y eso es lo más honesto que puede ser. La producción no busca héroes ni villanos. Solo muestra la voracidad de un país mirando un suceso violento a través de la pantalla del televisor. Una atención desmesurada a la tragedia que torció por completo el operativo y lo transformó en algo más tétrico.
A las pocas horas del secuestro, la cobertura se descontroló. Reporteros, helicópteros, y programas matutinos trataron la tragedia como si fuera un capítulo más de una telenovela. Sônia Abrão (incluida en la producción) entrevista por teléfono al propio Lindemberg. Un momento que marcó un antes y después en la opinión pública brasilera por su extravagancia y peligrosa deshumanización. Lo más escalofriante es que lo hace en vivo, mientras este apunta a las chicas cautivas con un arma. El documental rescata la grabación completa y, de hecho, la utiliza para analizar el clima enrarecido del suceso. En especial, al incluir una confidencia desconcertante: Abrão, años después, dijo no arrepentirse. Esa frialdad —o ceguera moral— es uno de los grandes temas del documental.

Pero no fue la única en esa locura mediática. Una y otra vez, periodistas de distintas cadenas telefonearon al secuestrador, sin tener en cuenta las posibles consecuencias de su exposición pública. El absurdo es total: una crisis real convertida en contenido interactivo. Lindemberg, viendo las transmisiones desde el propio televisor del apartamento, siguió los movimientos policiales como si tuviera acceso a un guion. Por lo que Cris Ghattas no necesita manipular al espectador. En especial, al poner el énfasis en un punto crítico. Nadie tenía el control: ni la policía, ni los medios, ni siquiera los productores que hoy se justifican ante cámara. La docuserie convierte esas cien horas en un espejo incómodo de cómo la empatía se pierde ante la promesa de rating.
Los errores que matan en ‘El caso Eloá: Un secuestro en directo’

La incompetencia policial fue el otro gran protagonista del desastre. El GATE, unidad táctica de São Paulo, cometió equivocaciones que rozan lo absurdo. El más grave: tras liberar a Nayara, las autoridades le pidieron que regresara al departamento como enlace entre el secuestrador y la ley. Una decisión sin sentido y peligrosa, que condujo al suceso a su trágico desenlace.
Esa orden marcó el principio del fin. Nayara volvió al cautiverio, y lo que siguió fue una combinación de improvisación, presiones políticas y caos. Cuando finalmente la policía irrumpió, los disparos ya habían comenzado. Eloá cayó herida de muerte. La recreación sonora —sin ser violencia explícita— de los momentos más perturbadores del documental.
No por el sonido en sí, sino por lo que representa: la irrupción final del Estado, tarde y torpe, frente al desastre que él mismo contribuyó a alimentar. De hecho, El caso Eloá: Un secuestro en directo no busca dramatizar el tiroteo ni convertirlo en clímax. Al contrario, lo presenta como un silencio moral: la pausa incómoda después de una transmisión que nadie tuvo el valor de cortar.
La vida después del espectáculo

Una vez que las cámaras se apagaron, comenzó otra historia: la de los supervivientes. Lindemberg Alves fue condenado por múltiples delitos, con una pena que oscila entre 39 y 98 años, según las fuentes. Hoy goza de un régimen semiabierto y, según el documental, tiene una conducta intachable en prisión. Es un detalle que irrita, pero Ghattas lo incluye sin subrayarlo, confiando en la inteligencia del espectador.
Nayara Rodrigues, en cambio, desapareció del ojo público. Estudió ingeniería, evita entrevistas y vive lejos de los medios. Sin embargo, cada nuevo tratamiento mediático del caso la devuelve a la esfera pública. En la docuserie, no se aborda la controversia reciente: familiares de Eloá, como Cíntia Pimentel, han cuestionado la relación entre ambas jóvenes. Pero aunque no lo menciona, el documental deja claro que las graves heridas psicológicas y emocionales que dejó la tragedia a su paso. Todo lleva a una misma conclusión: la imposibilidad de escapar del espectáculo. Ni los muertos ni los vivos han podido huir de la fascinación colectiva por un crimen televisado. El elemento más turbio que el documental deja a su paso.

